Coronavirus | Por qué tantos colombianos han colgado trapos rojos en sus casas en medio de la cuarentena por la pandemia
La nevera de Ruth Grisales tiene unas papas, unas cebollas y medio kilo de carne molida.
«La tengo vacía», se queja. «Por la falta de plata, de trabajo, por esta situación que estamos viviendo», añade, en referencia a la cuarentena por el coronavirus que ya cumple un mes en la capital colombiana, Bogotá.
Grisales vive en un departamento de dos cuartos en Altos de Cazucá, comuna de Soacha, un municipio de 1.200.000 habitantes en el suburbio capitalino.
En la fachada de su casa, que comparte con una familia de cuatro, Grisales puso un trapo rojo «para informar que tenemos hambre, que la necesidad es mucha para todos nosotros».
Un trapo rojo como grito de auxilio que se repite en la fachada de muchos de sus vecinos en este inmenso cerro forrado en viviendas informales, y que empieza a esparcirse por el país como un nuevo símbolo de protesta contra la pobreza que vive el séptimo país más desigual del mundo, según el Banco Mundial.
Grisales, madre soltera de un niño, llegó hace 7 años a Bogotá huyendo de la violencia y la falta de trabajo de su pueblo, Puerto Berrío, en el interior profundo del país. Hasta la cuarentena, trabajaba cada día de la semana en una casa distinta del norte acomodado de la ciudad como empleada doméstica.
«Ahora todo dio un giro», apunta. «Mis trabajos se terminaron y ninguno de los patrones se ha dedicado ni a llamarme a preguntar cómo estoy».
Grisales se pregunta cómo va a pagar los 250.000 pesos (US$60) de la próxima renta; cómo va a hacer para no prolongar el hambre: «Si antes comíamos tres platos, ya uno come uno», señala.
Su caso no es muy diferente del que viven sus vecinos, y millones de colombianos, en un país donde la mitad del empleo es informal y está ahora congelado por la cuarentena.
Los informales, los más afectados
En la cuadra de Soacha donde vive Grisales, el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE) reporta una pobreza multidimensional del 60%: más de la mitad de la gente tiene carencias no solo de ingresos, sino de educación, salud y trabajo.
Es una pobreza tres veces mayor a la del resto del país.
Colombianos como Ruth, a los que se añaden la mayoría de los 2 millones de venezolanos que llegaron al país, son los más afectados por el estancamiento económico de la cuarentena. «Lo que conseguimos un día, lo gastamos al otro», explica ella.
El aparato estatal colombiano intenta paliar la crisis de los vulnerables con subsidios, créditos blandos y suspensión de pagos.
En Soacha, como en otros municipios, la alcaldía entrega miles de bolsas con arroz, lentejas y harina en colegios y plazas donde la gente hace horas de fila. También realiza recorridos por los barrios entregando mercados.
El alcalde del municipio, Juan Saldarriaga, dice haber pensado en la estrategia del trapo rojo para identificar a las familias más vulnerables y poder entregar la canasta básica sin necesidad de entrevistas y burocracia.
«Hay sectores, como al que ustedes fueron, donde el 98% de la gente necesita esa ayuda», le dice a BBC Mundo.
«Pero hay otros donde esa necesidad es más esporádica, así que la bandera ha servido para identificarla».
«El trapo no solo nos sirve a nosotros para ubicar el hambre, sino también a los vecinos para generar solidaridad entre ellos«, señala Saldarriaga.
Ruth lo corrobora: «Si no es porque hay gente que me colabora con una librita de un algo (comida), nosotros ya hubiéramos muerto de hambre».
A medida que se prolonga la cuarentena, que en teoría termina el 27 de abril, la tensión en este tipo de barrios de Colombia, históricamente afectados por el desplazamiento y la violencia, ha aumentado.
Se han reportado protestas, reprimidas por la policía antidisturbios, y tiroteos. El fin de semana hubo toque de queda en Soacha.
De símbolo de necesidad, a símbolo de protesta
«El trapo va en camino a pasar de ser un llamado de ‘venga y me ayuda’ a convertirse en un símbolo de protesta», vaticina Marcos González, historiador experto en cultura.
Hace cinco meses, millones de colombianos salieron a las calles a marchar contra el gobierno de Iván Duque con cacerolas en las manos. Sartenes y ollas deformados por los golpes de protesta se volvieron el símbolo de demandas políticas, culturales y económicas de uno de los movimientos civiles más significativos de la historia reciente del país.
«La gente en el desespero agarra un símbolo para desahogarse«, dice González.
En la mayoría de hogares colombianos suele haber un trapo rojo: unos le dicen «bayetilla», otros «dulceabrigo», otros «panola». Se usa para limpiar el polvo, el carro, las ventanas.
También se suelen ver en las carnicerías, o en la mano de los personajes que invitan a los restaurantes en las carreteras.
La vestimenta del hombre en el Sanjuanero, una de las danzas folclóricas más importantes del país, lleva un trapo rojo —un «rabo e’ gallo»— en el cuello.
Y el Partido Liberal, que durante un siglo fue uno de los dos movimientos políticos más importantes del país, solía «ondear el trapo rojo» en nombre de los trabajadores, de los débiles.
«Los partidos rebeldes, influenciados por la Revolución Francesa y luego la Internacional Socialista, toman la bandera roja para identificarse, y en Colombia luego pasó a ser una manera despectiva, por parte de los conservadores, de referirse a los liberales como un colectivo poco racional y prosopopéyico», explica el historiador Rodrigo Llano, experto en este partido.
El acalde de Soacha añade: «Este el rojo del trabajo honesto y humilde, el de la bandera (de Colombia), el de la sangre que derramaron los colombianos en busca de su libertad desde la independencia hasta hoy».
Carolina Jiménez, una vendedora callejera de limas de uñas que vive en Cazucá, lo ve diferente: «Estamos gritando que tenemos hambre».
«A nosotros nos gusta es el arroz con huevo al desayuno, el caldo de costilla al almuerzo y un pan con chocolate a la comida (cena)».
«Pero ahora eso se redujo a un plato nomás», señala. «De resto estamos tomando agua e’ panela (azúcar)».
BBC Mundo le pregunta por los alimentos que tiene dentro de la nevera.
Y Jiménez, que es madre de dos niños y vive con un adulto mayor discapacitado, responde: «No, esa nevera de tanto sin usarla se dañó«.