Opinión

La muerte de Mons. Mamerto Rivas

Por: Rafael a. Escotto

 

 

 

«La misión de la iglesia es identificarse con los pobres, así la iglesia encuentra su salvación».

 

Oscar Romero

 

 

 

La muerte de monseñor Mamerto Rivas Santos ha causado distintas emociones, la mayoría de ellas de grandes desconsuelos espirituales dentro de toda la feligresía católica.

 

 

 

La sociedad de Barahona y otros pueblos del Sur despertaron con justificada tristeza tratándose de un sacerdote que se involucró con los contratiempos que afectaron la ciudadanía frutos de un quehacer político que intentó de varias maneras de transgredir las libertades y la felicidad ciudadanas en nombre de una autoridad autocrática.

 

 

 

La labor pastoral de este vicario tiene que ser estudiada y posteriormente evaluada desde diferentes ángulos: sociales, religiosos, políticos y humanos. Su trayecto sacerdotal o eclesiástico no puede examinarse imparcialmente desde el punto de vista contemplativo, pues se podría caer en lo meramente dogmático sin entrar en otras consideraciones apasionantes de carácter terrenal.

 

 

 

Las cuestiones espirituales en este fraile católico dominicano, natural de La Vega, estuvieron focalizadas de forma  suprema en Dios, en lo filosófico y, sobre todo, a monseñor Mamerto Rivas habría que comprenderlo por su preocupación por problemas relacionados con el sentido de la vida y con la verdadera naturaleza del ser humano.

 

 

 

Estoy seguro que monseñor Rivas se habrá preguntado como persona ¿quién soy realmente? ¿Por qué estoy aquí? ¿Tengo una misión o destino en  mi vida? Alguien dijo: «Tengo que aprender a acallar los gritos del mundo para escuchar los gritos de mi alma».

 

 

 

En su obra Bodas de sangre Federico García Lorca expresó: «Callar y quemarse es el castigo más grande que nos podemos echar encima».

Monseñor Rivas no fue un ser humano que se conformó con el silencio frente a la situación social y económica del pueblo de Barahona ni de las ciudades donde alcanzaba su arzobispado en el Sur.

 

 

 

No tuve el honor de conocer personalmente a este sacerdote ilustre, no obstante conocí su enorme obra sacerdotal  y su dedicación por el pueblo de Barahona, en el sur de la República.

 

 

 

Me apresuro en reconocer que Jesús entró en el corazón de este sacerdote ejemplar a través de la verdad expresada en sus acciones y en darse a los demás y amar a su pueblo. Siempre trató de ser uno más entre sus ciudadanos. Nunca tuvo palabras desentonantes.

 

 

 

Monseñor Mamerto Rivas nunca vivió en la superficie de su vida, por eso fue feliz. Practicó la compasión, porque como expresara el Dalai Lama «siempre quiso que otros fueran felices».

 

 

 

Este respetable cura trató en todo momento de enderezar senderos para el Señor. Así las cosas Mamerto Rivas, desde el púlpito de la catedral de la diócesis de Barahona le habló a su pueblo con gran fuerza, con el corazón de la predicación de Juan el Bautista en el desierto de

Judea: « Abrid camino al Señor».

 

 

 

Por su mansedumbre y también por su intolerancia a los vicios de la política y el poder esta muerte de monseñor Mamerto Rivas, sin duda, ha afligido al pueblo dominicano de manera sensible.

 

 

 

Algunas personas niegan su religiosidad, no se sabe por qué, y mientras acrecienta su escepticismo, dijo Bertrand Russell en su libro La conquista de la felicidad: «Este hombre está constantemente incurriendo en su propia desaprobación, que, si es religioso, interpreta como desaprobación de Dios».

 

 

 

La sociedad dominicana, en sentido general, y particularmente los pueblos del sur del país han perdido a uno de sus defensores más fervientes, tanto desde la tribuna de la Iglesia católica como desde los estrados sociales donde llegaban los sufrimientos de los sin voces y solo los gritos de este sacerdote se oían en los palacios de los gobiernos pidiendo justicia social.

 

 

 

En ese estado medio expirante en que se encontraba me imagino a monseñor Mamerto Rivas expresando frente al incumplimiento de la palabra de los políticos contra su pueblo, recordándole en el silencio de la noche aquella frase del profeta Oseas: «…y ellos no consideran en su corazón que yo recuerdo toda su maldad. Ahora les rodean sus hechos, ante mi rostro están».

 

Paz a su alma noble.

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