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La religión como fuente de utopías salvadoras

Leonardo Boff

Brasil. Hoy predomina la convicción de que el factor religioso es un dato del fondo utópico del ser humano. Después de que la marea crítica de la religión, hecha por Marx, Nietzsche, Freud y Popper, retrocedió, podemos decir que los críticos no han sido suficientemente críticos.

En el fondo todos ellos elaboran dentro de un equívoco: quisieron colocar la religión dentro de la razón, lo cual hace surgir todo tipo de incomprensiones. Estos críticos no se dieron cuenta de que el lugar de la religión no está en la razón, aunque posea una dimensión racional, sino en la inteligencia cordial, en el sentimiento oceánico, en esa esfera de lo humano donde surgen las utopías.

Bien decía Blaise Pascal, matemático y filósofo, en el famoso fragmento 277 de sus Pensées: «El corazón es el que siente a Dios, no la razón». Creer en Dios no es pensar en Dios sino sentir a Dios a partir de la totalidad de nuestro ser. La religión es la voz de una conciencia que se niega a aceptar el mundo tal como es, sim-bólico y dia-bólico. Ella se propone transcenderlo, proyectando visiones de un nuevo cielo y una nueva Tierra y de utopías que rasgan horizontes no vislumbrados todavía.

La antropología en general y especialmente la escuela psicoanalítica de C. G. Jung ven la experiencia religiosa surgiendo de las capas más profundas de la psique. Hoy sabemos que la estructura en grado cero del ser humano no es la razón (logos, ratio) sino la emoción y el mundo de los afectos (pathos, eros y ethos).

La investigación empírica de David Golemann con su Inteligencia emocional (1984) vino a confirmar una larga tradición filosófica que culmina en M. Meffessoli, Muniz Sodré y en mí mismo (Direitos do coração, Paulus 2016). Afirmamos ser inteligencia saturada de emociones y de afectos. En las emociones y en los afectos se elabora el universo de los valores, de la ética, de las utopías y de la religión.

De este trasfondo emerge la experiencia religiosa que subyace a toda religión institucionalizada. Según L. Wittgenstein, el factor místico y religioso nace de la capacidad de extasiarse del ser humano. «Extasiarse no puede expresarse mediante una pregunta. Por eso tampoco existe ninguna respuesta» (Schriften 3, 1969,68). El hecho de que el mundo exista es totalmente inexpresable. Para este hecho «no existen palabras, ese inexpresable se muestra; es lo místico» (Tractatus logico-philosophicus, 1962, 6, 52). Y continúa Wittgenstein: «lo místico no reside en cómo es el mundo, sino en el hecho de que el mundo existe» (Tractatus, 6,44). «Aunque hayamos respondido a todas las posibles preguntas científicas, nos damos cuenta de que nuestros problemas vitales ni siquiera han sido tocados» (Tractatus, 5,52).

«Creer en Dios», prosigue Wittgenstein, «es comprender la cuestión del sentido de la vida. Creer en Dios es afirmar que la vida tiene sentido. Sobre Dios, que está más allá de este mundo, no podemos hablar. Y sobre lo que no podemos hablar, debemos callar» (Tractatus,7).

La limitación del espíritu científico es no tener nada sobre lo que callar. Las religiones cuando hablan es siempre de forma simbólica, evocativa y autoimplicativa. Finalmente terminan en el noble silencio de Buda o usando el lenguaje del arte, de la música, de la danza, del rito.

Hoy, cansados del exceso de racionalidad, de materialismo y consumismo, estamos asistiendo a la vuelta de lo religioso y de lo místico. Pues en él se esconde lo invisible que es parte de lo visble, y que puede dar una nueva esperanza a los seres humanos.

Cabe recordar una frase del gran sociólogo y pensador, al final de su monumental obra Las formas elementales de la vida religiosa (en español 1996): «Hay algo de eterno en la religión, destinado a sobrevivir a todos los símbolos particulares». Porque sobrevive a los tiempos, la afirmación de Ernst Bloch en sus famosos tres volúmenes de El principio esperanza: «donde hay religión, hay esperanza».

Lo esencial del Cristianismo no reside en afirmar la encarnación de Dios. Otras religiones también lo han hecho. Es afirmar que la utopía (lo que no tiene lugar) se volvió eutopía (un lugar bueno). En alguien, no sólo fue vencida la muerte, lo que ya sería mucho, sino que ocurrió algo mayor: por la resurrección explotaron e implosionaron todas las virtualidades escondidas en el ser humano. Jesús de Nazaret es el “novísimo Adán”, como dice San Pablo (1Cor 15,45), el hombre oculto ahora revelado. Él es sólo el primero de muchos hermanos y hermanas; también la Humanidad, la Tierra y el propio Universo serán transfigurados para ser el Cuerpo de Dios.

Por tanto, nuestro futuro es la transfiguración del universo y de todo lo que él contiene, especialmente la vida humana, y no polvo cósmico. Tal vez sea esta nuestra gran esperanza, nuestro futuro absoluto.

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